NUESTRA LAUCHA REFLEXIONA SOBRE LA MUERTE DESDE UN PUNTO DE VISTA ESPIRITUAL:
‘Lo dije ante, pero lo repito para empezar esto.
En la fe católica la muerte tiene una causa, un significado, un fin moral, como moral es el fin de todo el universo y de sus defectos, que la Providencia reconduce en el orden de ese fin.
El fenómeno significativo en la sociedad contemporánea es la degradación axiológica de la muerte y la remoción de esa base religiosa sobre la cual todas las civilizaciones la situaron. El epicureísmo hizo de la muerte el problema de fondo y de la mortalidad del alma la clave de la beatitud. Y puesto que el terror a la muerte invade toda la vida, en forma abierta o encubierta, turbándola desde lo profundo, la filosofía fue un combate perpetuo contra el terror de la muerte y una búsqueda de la serenidad que dominase ese terror.
Conviene observar aquí que el combate contra el terror a la muerte tuvo en Epicuro un alto significado moral, porque era (en aquel estadio religioso de la humanidad) terror al más allá, y el más allá era concebido como una pura duración sin cumplimiento o conclusión de vida moral, y sin compensación de méritos o deméritos: abismo de vida inferior en el que se precipitan todas las sombras. Era por consiguiente lo contrario del más allá del Cristianismo, en el cual se consuma en la justicia el destino moral del hombre, o más bien el fin del universo. La celebración de la mortalidad, negando aquella eternidad insensata, puede por consiguiente contemplarse como una propedéutica a la doctrina y a la esperanza de la religión.
La concepción cristiana de la muerte está marcada por dos ideas: la muerte es un acto del hombre; la muerte es un momento decisivo de todo el destino humano. Ambas ideas quedan anuladas y diluidas en la mentalidad de nuestros contemporáneos.
La religión cristiana considera la muerte como pena del pecado, y por tanto no desconoce la tristeza subsiguiente a ella; esta tristeza ante la muerte se encuentra también en el hombre-Dios (Mat. 26, 38, y Luc. 22, 44).
Pero la muerte es además el punto en el cual, cerrándose la vida de prueba, cesa el sincretismo de bien y de mal y se opera la justicia: es decir, la conjunción definitiva de la virtud y la felicidad; ésta no es por otra parte más que la consumación perfecta de aquélla.
Puesto que la muerte es el punto decretorio de todo el destino del hombre, es un acto del hombre, más bien el supremo acto, y no un puro truncamiento o apoplejía por la cual se desciende del ser individual al indiferenciado no-ser, como ocurre con el buey que cae en el matadero bajo el golpe del carnicero.
En ese sentido es necesario señalar la soberana importancia que la religión asigna al acto de morir: como todos los demás actos morales, tal acto debe ser pensado, predispuesto en la conciencia.
La preparación a la muerte no la ha enseñado solamente el cristianismo: los platónicos sabían que meditatio mortis, idest meditatio vitae, y estoicos y epicúreos consideraron la filosofía como un ejercicio que expolia al hombre de esa última túnica de la cual resulta difícil desembarazarse: el miedo a la muerte. No fueron las escuelas filosóficas, sino el pragmatismo de la vida, lo que indujo a los hombres a desprenderse a través del gozo del pensamiento de la muerte.
Ahora bien, la preparación para la muerte como condición de la conciencia moral necesaria para el acto de la muerte fue durante siglos una parte destacada de la ascética: el ars bene moriendi dio origen a miles de libros y folletos divulgativos para el pueblo, constituyó un tema habitual de la predicación, y culminó en obras maestras como “L´uomo al punto” de Daniello Bartoli y la carta de Pascal a Madame Périer.
La preparación para la muerte fue frecuente hasta el Concilio Vaticano II en los manuales de piedad y en la práctica devota. En la vieja liturgia católica, entre las Misas votivas había una Missa ad petendam gratiam bene moriendi.
Tener fija la atención sobre la idea de la muerte es un ejercicio arduo que exige una técnica difícil, ya que la muerte parece antinatural y al espíritu le repugna, repugnándole sus signos más evidentes: la inercia y la torpeza. Y sin embargo, la religión nos obliga a esta difícil preparación, porque la muerte del cristiano es un acto, y no solamente la cesación de los actos.
Los epicúreos intentaron negar que la muerte fuese algo propio del hombre. Los jacobinos formularon el célebre dilema en el dístico: «¿Por qué tantas crisis superfluas a causa de la muerte? Mientras tú existas, ella no existe; cuando ella exista, tú ya no».
Pero la idea de la muerte es inherente a la idea del destino total del hombre, y el adagio antiguo la esculpía en las mentes: «memorare novissima tua et in aeternum non peccabis [Acuérdate de tus postrimerías, y nunca jamás pecarás]» (Ecli. 7, 40).
Y el acto preparatorio (o mejor, la disposición preparatoria) es tanto más difícil cuanto que el acto de la muerte no es experimentable durante su preparación, sino solamente predisponible en el pensamiento; y por consiguiente, como observan los estoicos, es preparación a una cosa para la cual nunca se puede saber si se está o no preparado.
Los escritores espirituales insisten sobre la dificultad del bien morir y la necesidad de prepararse. La oscuridad del espíritu que suele preceder al tránsito, junto con las ilusiones que se hace el moribundo por sí mismo y por los demás, además de la tentación de desesperación por parte del Maligno, hacen difícil ponerse conscientemente ante la muerte.
Ver todo el Razonamiento Primero de la tercera parte de El cristiano instruido en su ley (Madrid 1897, 4 vol.; compendio en Sociedad Editora Ibérica, Madrid 1945), de Paolo Segneri. “Sentiat se morí”, darse cuenta de que se muere (exquisita crueldad en la orden de Calígula a los verdugos), se convierte en el Cristianismo en un imperativo moral y una gracia. La muerte es el supremo de los males para el animal, en el cual el principio sensitivo no va unido a un principio inmaterial e inmortal como es el intelecto. Pero no para el cristiano, para quien el sumo bien y el sumo mal están más allá de la destrucción obrada por la muerte.
En este aspecto la mentalidad de los hombres de nuestro siglo ha sufrido una variación bastante notable: huye de la contemplación de la muerte y aparta toda imagen que la recuerde, porque la muerte es lo contrario de la vida (es el truncamiento, el no ser).
Toda palabra, idea, símbolo (incluso la cruz, en cuanto que recuerda un suplicio), o gesto referente al fin, es apartado de la conversación social con una diligencia vigiladísima, alimentada por un secreto temor.
El cuidado de morir, haciendo del acto postrero un acto consciente, es sustituido por el deseo de una muerte inconsciente. Esa muerte súbita e imprevista que era aborrecida por los hombres, considerada a veces como un castigo y despreciada en las admirables letanías de los Santos, se ha convertido en la aspiración de los hombres, que no solamente la desean, sino que llegan a procurársela con la eutanasia activa y anestésica (La muerte imprevista pareció a los paganos «summa vitae felicitas». Por ejemplo, PLINIO, Nat. hist. VII, 180.). En tiempos no tan remotos se preguntaba: «¿Recibió los sacramentos? ¿Se confesó? ¿Perdonó?»; hoy, por el contrario: «¿Se dió cuenta de que se moría? ¿Ha sufrido?».
Este cambio de la mentalidad envuelve dos sentimientos: que esta vida es toda la vida y su valor consiste en la fruición del placer; y que esta vida no tiene el carácter de preparación y maduración para otra. Los dos sentimientos confluyen en uno: el de la Diesseitigkeit.
S.S. Pío XI manifestó a su Maestro de Cámara, el aristócrata Mons. Arborio Mella di Sant’Elia, su deseo de una muerte imprevista. Aquel Pontífice pedía la gracia de tener una muerte imprevista rezando a San Andrés de Avellino; y es curiosa la devoción del Papa, porque ese santo suele por el contrario invocarse para ser preservado de la apoplejía. E igualmente curiosa resulta la razón con la que Pío XI defendía su devoción, oponiéndose vivamente a las objeciones de su santo ayudante Mons. Arborio. El Papa decía que un cristiano debe estar siempre preparado ante la muerte, y no le hace falta prepararse. Decimos que es curiosa porque siendo la muerte un acto, se prepara uno para hacerlo, no para no hacerlo: se prepara uno para morir, no para estar muerto.
Hay muchas razones por las cuales la muerte pierde su carácter terrible a los ojos del creyente. Aparte de las iluminadas por la filosofía de los Gentiles, las hay que son peculiares de la fe cristiana: la muerte del hombre-Dios, el ejemplo de los Santos, el mérito del consentimiento (en el cual consiste el bien morir), o la esperanza del Reino; por ello San Jerónimo aplicaba a la muerte las palabras de la Cantica 1,4: «Nigra sum, sed fermosa».
Sin embargo, un especial espanto o por lo menos terribilidad es inherente a la muerte por el motivo esencialísimo de que es un juicio absoluto e inevitable sobre las obras del hombre y su fidelidad a la ley, ya se tome esta ley como idea impersonal y absoluta del orden axiológico, ya se la contemple como un precepto tras del cual está una Persona que lo ordena. Ahora bien, la conducta del cristiano en espera del juicio divino está fundada sobre todo en su esperanza, que en la doctrina católica es esperanza del difícil bien consistente en la perfecta justicia.
A ésta se le acompaña la beatitud celeste. Sin embargo, la prevalencia de la esperanza (de una certísima esperanza) no impide esa porción de incertidumbre que nace de parte del hombre. Además, si bien coexisten en Dios justicia y misericordia, el punto de su coincidencia se le escapa al intelecto humano. Pero no se le escapa la necesidad de que la virtud se una a la felicidad (y Kant fundamentó en ello el postulado de la inmortalidad del alma), ni tampoco la justicia y moralidad de la pena, ya que Dios, que instituye el orden moral, no puede ser indiferente al orden que instituye. Él no puede dar lugar a una equivalencia final entre la obediencia y la prevaricación.
La esperanza cristiana es firmísima, y sin embargo admite la incertidumbre sobre la propia salvación eterna.
Calvino creía encontrar contradicción entre la firmísima esperanza y la incertidumbre, y enseñó que todo cristiano debe estar seguro por la misericordia de Cristo de llegar salvado a la vida eterna: «no es verdaderamente fiel sino quien, confiando en las promesas de la divina benevolencia hacia él, espera anticipadamente, con plena certeza, su eterna salvación» (Cit. por MANZONI en el cap. VIII de la Morale cattolica, ed. cit., vol. II, p. 160. En la doctrina de la esperanza allí desarrollada por MANZONI se inspira todo lo que estamos diciendo).
Pero la solución que intenta eliminar de la esperanza todo elemento de incertidumbre confunde las dos esencias: la fe, que es segura, y la esperanza, que es incierta. Y son incompatibles, no pudiéndose esperar aquello de lo que se está seguro, ni creer conseguir infaliblemente los que solamente se espera. Que Dios premie a los justos con la vida eterna es certeza de fe, no objeto de esperanza; pero que Dios me premie a mí en particular es objeto de esperanza. Tal esperanza es firmísima, si contemplo la fidelidad y potencia de quien me promete la vida eterna; es sin embargo pura esperanza (expectación en suspenso) si contemplo mis obras buenas, que son la condición exigida para la promesa.
El elemento de incertidumbre ínsito en la esperanza sobre el estado moral del hombre es una verdad de fe, hecha dogma en Trento (ses. VI, cap. II), que definió ser perpetuamente versátil durante la vida mortal la voluntad del hombre, y que por lo tanto nadie puede estar seguro de su propia salvación. La definición se apoya en Ecl. 9, 1: nadie sabe si es afecto o no a Dios.
Naturalmente, examinando y consultando a su propia conciencia, el hombre puede aprehender su propio estado moral; pero deja incertidumbre sobre tal aprehensión la profundidad del alma, la cual como dicen los Padres “scatet mysteriís” produce pensamientos de humildad que proceden de una raíz de soberbia, pensamientos de amor que disimulan el odio, pensamientos buenos que son demonios transfigurados en ángeles de luz.
Esta profundidad del alma, por la que resulta difícil la autoconciencia, fue conocida mucho antes de Freud por los escritores espirituales, que sabían de la existencia en el hombre de pensamientos y voluntades inadvertidas que pueden envenenar y extraviar nuestra intención. De ahí el ejercicio de purificación de los deseos tan común en la ascética católica. La preparación para la muerte incluye por consiguiente la esperanza y el temor en la prospectiva del juicio divino, y puesto que de éste depende la duración eterna de la felicidad o miseria del hombre, asume un carácter de acto a la vez esperanzado y tremendo.
La moderna teología, erróneamente, tiende a identificar el momento de la muerte con el encuentro con el Cristo Salvador, evitando hablar del Cristo juez. Así, de los dos motivos que hacen terrible la muerte (ser consecuencia del pecado y ser el instante del juicio), el segundo resulta pasado por alto.
Sin embargo la Revelación no admite duda. No hace falta alegar el Viejo Testamento, completamente recorrido por la terribilidad de los juicios divinos antes y después de la muerte.
Basta la revelación sobre el juicio final de gracia o de condena hecha por Cristo en el cap. 25 de Mateo, donde se encuentran palabras de rechazo de las vírgenes imprudentes y del siervo infiel. En él se establece la idea de la discriminación entre réprobos y elegidos: ovejas y cabras, misericordiosos y crueles, venite benedicti, discedite maledicti.
No menos detallado está el juicio en Hebr. 10, 30-31: «mihi vindicta et ego retribuam [Mía es la venganza; Yo daré el merecido]» y: «Horrendum est incidere in manus Dei viventis [Horrenda cosa es caer en las manos del Dios vivo] ». Y es cierto que mantener la balanza entre esperanza y temor siempre resultó difícil, puesto que las generaciones, fortalecidas por la desventura o reblandecidas por la prosperidad, fluctuaron siempre entre una tremebunda y alegre esperanza, y un esperanzado y vigilante terror.
Pero los dos extremos de la cadena deben unirse para formar un círculo sólido. La idea del temor al juicio es esencial a la religión, agitó desde lo más profundo y desde lo más íntimo a los pueblos cristianos, y animó el arte con obras maestras como la Capilla Sixtina de Miguel Angel, el anónimo “Dies trae” del Requiem, y el arte fúnebre de los mausoleos barrocos.
La liturgia de difuntos, antes de la reforma, estaba informada por la idea del juicio, que es en realidad primaria, puesto que el juicio por sí mismo no es misericordia ni castigo, sino precisamente juicio, y su carácter terrible nace de ser un juicio. Pero dentro de aquella mentalidad corría también la idea alegre de la esperanza, ya que en las Missae pro de functis se rogaba de Dios para los difuntos la luz eterna, repitiendo la motivación quia plus es, se llamaba al Señor «veniae largitor et humanae salutis amator», «indulgentiarum dominus», el «cui proprium est misereri semper et parcere», y «cuius misericordiae non est numerus».
En el fondo estaba sin embargo la idea del juicio, y en la primera de las tres Misas el Evangelio era el de Juan 5, 29 que anuncia el juicio escatológico: «Et procedent qui bona fecerunt in resurrectionem vitae, qui vero mala egerunt in resurrectionem iudiciu [y saldrán los que hayan hecho el bien, para resurrección de vida; y los que hayan hecho el mal, para resurrección de juicio]».
Que la idea de la muerte cristiana contiene esperanza y temor aparece también en el Cántico de San Francisco, que alaba al Señor por nuestra hermana muerte, pero añade súbitamente: «¡Ay de aquéllos que morirán en pecado mortal!», y al contrario «Bienaventurados aquéllos a quienes encontrará haciendo tu santísima voluntad» (Las florecillas de San Francisco. El cántico del Sol. Espasa-Calpe, Col. Austral n° 468, Buenos Aires 1944, p. 228.).
Incluso en el rito de las exequias se señalaba (aunque no más que la divina misericordia) la prospectiva del juicio, y en el oremus previo al Libera me Domine se proclamaba elevadamente que nadie es justificado si no es por la gracia absolutoria de Cristo, y se suplicaba: «Non ergo eum tua iudicialis sententia premat, sed gratia tua illi succurrente mereatur evadere iudicium ultionis» («No lo oprima la sentencia de tu juicio, sino que con el auxilio de tu gracia merezca escapar al juicio de condena»).
Después, en el “Libera”, la escena grandiosa del juicio final en el temblor de tierra y cielo dejaba atónitos a los corazones humanos e incluso a toda la naturaleza, pero no faltaba “a dies magna et amara valde” la consolación final de la luz eterna, incluso en el Dies irae.
La esperanza condujo no raramente a una especie de alegría. En el célebre Trionfo della morte de Clusone in Val Seriana, una de las manifestaciones más impresionantes del sentimiento de la muerte propio de las generaciones pasadas (siglo XV), uno de los elementos que componen la escena proclama: «¡Oh tú que sirves a Dios con buen corazón! / No tengas miedo de venir a este baile. / Ven alegremente y no temas / porque a quien nace le conviene morir».
En la mentalidad católica degradada de los últimos decenios -y en la reforma litúrgica- la idea de la muerte como juicio y discrimen absoluto retrocede y desaparece detrás de la idea de salvación eterna: ya no se trata de una comparecencia «judicial», sino de una continuidad inmediata de la vida terrena con la salvación eterna. Se expolia a la muerte de su carácter incierto y se la representa como un evento que nos introduce inmediatamente en la gloria de Cristo. Son generalmente expulsadas del nuevo rito las palabras que aluden al juicio, al infierno y al purgatorio, de las cuales no huían las preces por los difuntos. De las letanías de los Santos fue expulsada la invocación: «In die iudicio libera nos Domine».
La muerte resulta ser un evento unívoco, no un encuentro con Cristo juez (como se dice en el Credo: «qui venturus est iudicare»), sino con Cristo salvador. De ahí el carácter llamado pascual de la nueva liturgia de difuntos, el canto del “alleluia” junto a la expulsión del Dies irae, o la sustitución de los ornamentos negros por otros violetas o rosáceos.
Toda esta variación no se realiza como una preocupación por iluminar mejor un aspecto dado de una verdad compleja, sino como el sentido auténtico y finalmente recobrado de la muerte cristiana. Tampoco falta la habitual denigración del pasado histórico de la Iglesia, pues no se contenta con colorear la esperanza (no suficientemente celebrada en la concepción judicial) y llega a afirmarse que contemplar la muerte cristiana como un juicio y por consiguiente con sentimientos de temor «es un cristianismo bien lánguido» (SANDRO VITALINI, Preghiamo insieme, Lugano 1975, p. 19. Este profesor de Friburgo olvida el juicio de la Capilla Sixtina, al Savonarola que conmovía a Guicciardini (FRANCESCO GUICCIARDINI, Estratti savonaroliani, en Scritti, Bari 1936, pp. 285 y ss.) y a San Juan Bosco, que en la predicación del juicio movía al auditorio a gemidos y llantos (Memorie biografiche, vol. IV, p. 421).).
El significado del término “elegidos”, que envuelve la idea de distinguir, preferir, extraer de una masa, y remite a la idea de la predestinación, es rechazado por la nueva tanatología. En la anterior instrucción, previa al citado Misal, en la liturgia de difuntos se define que «la muerte es esencialmente no-muerte, vida, gloria, resurrección» (p. 1300).
Se establece así una ilegítima identidad entre dos conceptos: la resurrección por la que reciben la vida los cuerpos (que es universal sin consideración del mérito moral) y la resurrección por la cual las almas fieles reciben la vida eterna. La primera resurrección no está causada por un juicio de méritos, pero la segunda sí, y tiene como alternativa la segunda muerte (no mencionada aquí de ninguna manera).
Sí se cita de pasada la necesidad de la purificación para las almas que se salvan, y se expone una amorfa teoría del Purgatorio, sin usar en ningún momento el término usado por la Iglesia: pero no se menciona la alternativa de la perdición eterna. En fin, los cuatro novísimos (muerte, juicio particular, infierno y paraíso) parecen reducidos a dos: muerte y paraíso. La religión tiene sin embargo miles de ejemplos de muerte lúcida en la cual no exulta una insensata esperanza, ni inquieta o perturba el fin una desconfianza injuriosa para Dios. Rosmini y Enrichetta Manzoni prestaron en la hora de su muerte un homenaje a tal fe de la Iglesia (Sobre Rosmini, ver el boletín <Charitas», julio 1971, p. 15 y sobre Manzoni, Epist. cit., II, p. 26.).
No siendo la muerte un acto de consentimiento y ofrecimiento, y perdiendo su carácter de crisis (juicio y separación, de donde viene el cribro en el arte de los mausoleos), también pierde solemnidad la sepultura. Y así como debilitándose la idea religiosa de la vida eterna decae igualmente la gravedad y solemnidad de la muerte, convertida en pura accidentalidad del mundo, los ritos y vestidos fúnebres deben igualmente decaer y dejar lugar a simples prácticas de levantamiento del cadáver.
La locución «mettere via un morto» para decir que se le da sepultura, evidencia su trágica crueldad: sepultar a un hombre es quitarlo de en medio, separarlo totalmente de la sociedad humana. La civitas hominis, habiendo identificado la vida con la sensación placentera, repugna a toda perspectiva de muerte. Este sentido del «quitar» es ajeno completamente a la religión, que cree en la otra vida, o más bien en la continuidad de las dos vidas, una como antesala de la otra. No hay entre esta vida y la otra esa contraposición tan vivamente sentida por los modernos, para quienes aquélla estropea ésta y es estropeada por ésta.
Y precisamente por el sentido de esa continuidad, el acto de morir, implicando un destino sin fin, tenía grandeza y dignidad; precisamente por eso recibía los cuidados de la comunidad y de la Iglesia.
No ocurría en todas partes como en ciertas diócesis de Francia, cuando toda la comunidad se reunía en torno al moribundo continuando durante días salmodias, oraciones, actos de piedad y de religión. Sin embargo la muerte, considerada un acto decisivo y difícil, no se abandonaba al hombre solitario.
El admirable Ordo commendationis animae, en el cual a la ternura y a la compunción se unen las más audaces esperanzas, acompañaba al agonizante en todo momento con súplicas a Dios, con invocaciones a los ángeles y a los Santos, y con intimidaciones al Maligno. Este rito era eminentemente comunitario, ya que se asociaban en él la Iglesia angélica, la Iglesia triunfante, y la Iglesia viadora; se fundaba sobre la idea del juicio y de la misericordia, convocaba en torno al moribundo todas las potencias y las bellezas de la religión; leía todo la Passio, celebraba y narraba todas las liberaciones del Señor en la extrema agonía del hermano. Y al llegar la expiración, la acción se hacía presionante y afanosa: «Cum vero», decía la rúbrica, «tempus expirationis instirerit, tum maxime ab omnibus circumstantibus flexis genibus vehementer orationi instandum est» («Cuando sea inminente el instante del último suspiro, entonces todos los asistentes, de rodillas, deben insistir vehementemente en la oración».). De tal modo, después del Proficiscere anima christiana, del Libera Domine, o del Agnosce, Domine, creaturam tuam, se consumaba el acto de la muerte en el seno de una comunidad verdaderamente unida ad convivendum et commoriendum. El rito era una acción de toda la Iglesia celeste y terrena, que socorre al moribundo, quien realizaba los actos que podía y era suplido en los que no podía.
Las exequias eran después una expresión de piedad y sufragio, y el cadáver era honrado con luces, inciensos, y aspersiones de agua bendita. No pronunciaba el sacerdote ningún elogio del difunto, y más bien incluso les estaba prohibido quedarse a escuchar las oraciones fúnebres. La memoria y los sufragios por el difunto eran renovados in die septima e in die trigesima, y se celebraban los aniversarios cantándose también el oficio de los muertos. A este respecto, eran minuciosas las disposiciones del testamento, con fundaciones para Misas, legados para obras pías, perdones y prescripciones para la tumba.
El cuidado de los muertos está ligado a la creencia en la otra vida, a la certeza de que con la muerte el hombre se salva o se pierde en la eternidad, y por consiguiente a la persuasión de que todas las cosas relacionadas con la muerte son importantes para el hombre. Estos sentimientos dan valor a toda la vida y a cada una de sus partes, como se desprende del hecho de que las lápidas sepulcrales indicaban la medida de la existencia mortal en años, meses y días. La marginación del más allá ha causado una variación de costumbres que han estudiado muchos autores (Ver por ejemplo PHILIPPE ARIES, La muerte en Occidente, Ed. Argos Vergara, Barcelona 1982).
La civilización de la técnica, oscuramente consciente de no poder «romper el paño de la muerte» (Vincenzo Monti), se arroga sin embargo el derecho a disipar de entre los hombres el tremendum de la muerte, aniquilando su valor y expulsándola de todo espacio axiológico como el único evento que no tiene consecuencias ni significado. Mientras en tiempos se ponía todo en marcha para que la muerte fuese preparada y advertida (Agonizaba Luis XIII, y puesto que el rey estaba adormecido y los médicos juzgaban próxima su muerte, fue llamado su confesor para que despertase al rey y le advirtiese de que había llegado el momento; este hecho es narrado por San Vicente de Paul, a quien el rey había llamado a su lecho de muerte. Pascal se hizo llevar a los Incurables para poder morir entre los pobres de Cristo.).
Hoy el arte médico multiplica las terapias que salvan la vida, pero ve su propia perfección en la eutanasia, y no pudiendo vencer a la muerte, la hace insensible.
En siglos en que la ciencia médica era infantil y carecía de recursos refinados, y el médico se desplazaba hasta el enfermo (hoy ocurre al revés), la enfermedad y la muerte tenían como lugar natural el propio hogar, y los familiares eran quienes auxiliaban al hombre en sus sufrimientos y en su muerte. Hoy, como exigencia de la prodigiosa diferenciación del arte médico, la enfermedad y la muerte se remiten al hospital, donde en tiempos sólo entraban los desvalidos.
La solicitud por los cadáveres, considerada obligación primaria de la piedad familiar, se remite a las funerarias. Han caído en desuso los ritos con que la Iglesia manifestaba la importancia otorgada al destino eterno, a la inmortalidad y a la resurrección. La familia, celebrada por la nueva teología como la Iglesia doméstica, ya no conoce ningún culto a los muertos.
En tiempos el hombre vivía su enfermedad en el seno de la familia, agonizaba en casa, moría en casa. Para recoger su último aliento los parientes acudían desde lejos con prisa piadosa. El cadáver era compuesto junto a los sagrados Penates, adornado con flores y luces, velado sin descanso noches enteras; a su lado se hablaba en voz baja (el silencio sagrado se ha desterrado incluso de los funerales, donde se aplaude y se grita al paso del féretro, como pudo verse incluso en las exequias de los papas Pablo VI y Juan Pablo II), en la casa enlutada se cubrían los espejos. Hoy los cadáveres son evacuados del hospital al tanatorio del hospital, y de allí al tanatorio público, donde yacen promiscuamente distinguidos por una ficha.
Se ha abolido el levantamiento del cadáver de la casa obitual hacia la iglesia y el camposanto. En muchas grandes ciudades los cadáveres se acumulan en el obitorio público y allí, sin la presencia de familiares, tres o cuatro veces al mes son todos rápidamente bendecidos por un sacerdote y después llevados a la inhumación o al crematorio.
Las exequias no son siempre un signo de religión, y son a veces concedidas por el clero (por razones de decencia o por consideraciones humanas y sociales) contra las disposiciones del derecho, que las reservan solamente a los cristianos que hayan cumplido el acto de morir con las disposiciones de consentimiento, fe y contrición que constituyen el bien morir.
San Agustín, en el opúsculo De cura pro defunctis gerenda, enseña que las sepulturas son sólo indirectamente útiles a los muertos, que ignoran ya las cosas de este mundo, pues es visitando las tumbas como los vivos son llamados a recordarles y rezar por ellos.
Sin embargo, hace falta cuidar de los cuerpos en cuanto que fueron compañía del alma en las obras buenas o malas de la vida, y sobre todo porque, después de haber integrado en el curso terreno la persona humana, volverán a integrarla en la resurrección final de la que es causa Cristo con su propia Resurrección.
Pero si bien la inmortalidad del alma es dogma de todas las religiones, la resurrección de los cuerpos es dogma exclusivo del Cristianismo, y de todos el más hostil a la razón y objeto de pura fe, primera y última de las paradojas.
Cuando San Pablo llega en el año 51 a Atenas, la capital de la teocrasia gentil, filósofos epicúreos y estoicos le llevaron del ágora al Areópago para escuchar mejor al hombre extraordinario, pero cuando el Apóstol pronunció el discurso de la resurrección de los muertos, le abandonaron diciendo: «Sobre esto te oiremos otra vez» (Hech. 17, 16-34).
También en el paganismo se encuentra la creencia en la inmortalidad del alma, pero está completamente ausente su discriminación en función de los méritos: todos indistintamente caen en una condición lóbrega, que es una vida sin vida.
Se encuentra igualmente en las religiones teosóficas algún vislumbre de discriminación moral y de vida perfecta y feliz.
Pero en absolutamente ninguna creencia, aparte del Cristianismo, se encuentra claramente que los cuerpos resurjan un día retomando el hilo de la identidad de la persona reconstruida «completa» (Par. XIV, 45).
Esta verdad tan hostil a la razón es el “punctum saliens” del sistema católico; y para alimentar la fe en ella, la Iglesia, incluso habiendo variedad de sepulturas, desde las interiores a las iglesias (costumbre que comenzó con los mártires) hasta las de los espacios sagrados alrededor de ellas, desde los cementerios fuera del lugar consagrado hasta los cementerios no consagrados, rechazó siempre sin embargo la incineración de los cadáveres. En la muerte el hombre ya no existe, pero el cuerpo (que fue hombre y será hombre en la resurrección final) es digno de respeto y de cuidado.
La antiquísima y jamás abandonada costumbre de enterrar a los muertos deriva de la idea evangélica y paulina de la semilla enterrada y del cuerpo que se siembra corruptible y resurge inmortal (I Cor. 15, 42). La sepultura imitaba sobre todo la sepultura de Cristo.
La Iglesia no ha ignorado jamás que incluso esa reducción a ceniza resultante de la cremación no prejuzga la reconstitución de los cuerpos resucitados; pero una religión en la cual toda la realidad es signo, no podía desconocer que la cremación de los cadáveres en un anti-signo de la resurrección. No es que la incineración contradiga directamente la idea de la resurrección, pero ciertamente le roba todo el simbolismo de la inhumación y priva de significado incluso a los mismos admirables vocablos encontrados por los primeros cristianos: cementerio, es decir, dormitorio; camposanto, es decir, lugar consagrado a Dios; deposición, no en el sentido físico de poner bajo tierra, sino en el sentido legal por el cual el cadáver es dejado en depósito, que se restituirá el día de la resurrección.
Estos valores simbólicos parecieron tan poderosos que la Iglesia los hizo pasar a valores dogmáticos: hacer incinerar el propio cadáver se consideró comúnmente un signo de incredulidad.
Aunque muchas veces la preferencia por la cremación pudiese depender, más que de la irreligión, del miedo irracional a ser enterrado vivo, el canon 1203 consideraba antiguamente ilegítimas y como no puestas las disposiciones testamentarias para la incineración. El nuevo código (can. 1176) la ha admitido formalmente en las exequias, confirmando la gran innovación de Pablo VI.
En ciudades donde existe un horno crematorio el número de las incineraciones ha superado rápidamente al de las inhumaciones.
La pérdida de la originalidad de la Iglesia incluso en cosas de tradición inmemorial y alto sentido religioso forma parte de este fenómeno general de acomodación al mundo, decoloración de lo sagrado, invasivo utilitarismo, y eclipse del primordial destino ultramundano del hombre.’
